miércoles, 24 de octubre de 2018

Capítulo 5. De "Ochomiles"

Me levanté tarde y cansado. Las 10:30h anunciaba el reloj de mi muñeca. Trabajar sin turnos fijos está acabando conmigo, provocando largas noches de insomnio que dan paso a unas pesadas mañanas. Mientras sacaba a mi perrita (una cariñosa border collie llamada Arya) al wc canino en forma de césped que hay detrás de mi casa, me acerqué junto con mi chica a comprar el pan y de paso, tomar un café que espabiló mis neuronas.
-Podíamos ir a dar una vuelta con la Negra, ¿no? - me dijo Bea mientras saboreaba con su mano derecha el contenido de la taza humeante de café con leche que había pedido hacía escasos dos minutos. Me gustó la idea por lo que afirmativa fue mi respuesta.
Habíamos quedado a eso de las 13h en casa de una amiga, rusa de nacimiento y española de espíritu, para actualizarnos y de paso hacerle un poco de mantenimiento a su ordenador portátil.
Después de dejar a Arya en casa saboreando su maloliente pienso, bajamos al garaje. La Negra presentaba estampado en su rostro las pruebas de mis "insecticidios", fruto de mis numerosos trayectos al trabajo en días anteriores. Quité su negro candado del disco delantero derecho y regulé su suspensión (el sistema ESA es una maravilla).
Nos dirigimos al centro de Iruña, y desde un pequeño balcón de un segundo piso nos saludó efusivamente Elena. Bajó a la calle y después de entregarnos un beso por mejilla y alabar la línea de la Negra, nuestras huellas se dirigieron a la soleada terraza de un bar, sito en una cercana plaza. Apeamos nuestras posaderas en unas sillas rojas de plástico y entre frase y frase, nuestros estómagos se fueron inundando del oro líquido que ofrece el lúpulo junto a la malta de cebada. Tras casi una hora de complicidades y carcajadas, subimos a casa de Elena y después de otros veinte minutos de taller informático, nos agasajó con unas exquisitas viandas en forma de pinchos caseros. No quedaron ni las migas.


Nos despedimos, bajamos nuestros agradecidos estómagos a la calle y tras subirlos a lomos de la Negra pusimos rumbo al primer "ochomil" de la tarde: El monte Ezkaba. 
Tumbamos la rotonda del kilómetro 17 de la PA30, y salimos escopeteados hacia el alto San Cristóbal. La carretera (si se le puede llamar así) nos recibió con más baches que habitantes hay en el mundo. Tras botes y más botes, numerosas curvas en forma de herradura y tres o cuatro coches que adelantamos con gran facilidad, conseguimos llegar al alto. La comida que con tanto cariño preparó Elena estaba repartida por todo nuestro cuerpo salvo por el estómago. 
-¡Menuda subidita, majo! -me espetó Bea con cara de mareada. 
Tras apoyar a la Negra en su pata de cabra, nos alejamos poco a poco de ella, encaminando nuestros andares hacia el Fuerte de San Cristóbal, antigua cárcel que en la postguerra civil española fue testigo de numerosas vejaciones, maltratos y de una gran fuga de reclusos allá por el año 1938. 


Las vistas sobre Pamplona desde allí eran maravillosas. 
Lo eran mucho más mirando hacia el norte, con los Pirineos al fondo.
Volvimos a cabalgar, ya cuesta abajo, sufriendo los mismos baches que habíamos encontrado en el ascenso, y tras testar la suspensión de la Negra con todos ellos, llegamos de nuevo a la ronda de la capital navarra.
Tras ponerle a la Adventure rumbo sureste, la NA-2420 nos llevó a la localidad de Monreal. Estábamos allí para escalar el otro "ochomil" del día: La Higa de Monreal. Unos días antes, un compañero del trabajo me había comentado que la subida era sencilla, ya que estaba bien asfaltada. Y así era, hasta que cruzado el pueblo, y tras 300 metros encarando la subida, el asfalto desapareció de repente, dejando paso a una carretera totalmente rota. No sé por qué la acabo de llamar carretera, porque eso era una gravera, que junto a los numerosos tramos de arena, curvas de 180º y múltiples agujeros, se convirtió en una tortura hasta llegar a la cúspide. La Negra estuvo meneando el culo durante el trayecto de subida como si de una bailarina de cumbia se tratara. A estas alturas de la historia, no se yo dónde había quedado la comida.
Una vez en lo alto, las vistas habían merecido la pena. Soledad, silencio y numerosos kilómetros cuadrados a nuestros pies eran disfrutados por nuestros sentidos.

Al fondo, aunque a duras penas, podían observarse parte de los numerosos picos que conforman los Pirineos. 

Pusimos de nuevo rumbo descendente, volviendo a Monreal, donde aparcamos enfrente de una preciosa casa de piedra, adornada por unas preciosas flores rojas que alimentaban a una maravillosa esfinge colibrí. Decidimos no fotografiarla y así disfrutar con nuestra vista de su nervioso y preciso vuelo en busca de la dulce merienda del día. Tras nosotros, sobreviviendo al paso del tiempo, se alzaba sobre el río Elorz un pequeño pero bien conservado puente romano. A su lado observamos el antiguo lavadero del pueblo. 


Tras inmortalizar la visita, pusimos rumbo final hacia nuestra casa. Aparcamos a la Negra con la promesa de darle un baño y nos subimos al abrigo del hogar, donde Arya nos estaba esperando impaciente por salir de nuevo a la calle. Tras ponerle el arnés y atarle la correa extensible, disfrutó de un amplio paseo mientras que Bea y yo seguíamos con la sensación de tener por estómago una lavadora durante el programa de centrifugado.









No hay comentarios:

Publicar un comentario