lunes, 1 de octubre de 2018

Capítulo 3.- La resurrección del ave fénix.

Mi chica y yo bajamos a la planta -1 del ascensor del edificio. El hedor residual en su cabina indicaba que hacía escasos minutos una manada de mofetas había combatido contra una familia de osos meleros. O era eso, o a saber qué debía haber en la bolsa de basura del último vecino que lo usó. A punto estuvimos de no contarlo del asco que nos dio. Por primera vez en casi tres años de relación el ascensor había dejado de ser un espacio donde besos, caricias y complicidad se mezclaban con el movimiento vertical. Al salir al garaje, dimos una gran bocanada de aire y girando a la izquierda pudimos ver a la Negra, que con ojos de alegría nos proclamó que nos había echado de menos. Con un suave giro de llave y una pulsación de botón, el garaje se inundó con el sonido del rugido calmado de su motor bóxer. Después de subirnos a sus lomos, bajó del caballete con un pequeño impulso de cadera e iniciamos la marcha por la N-121A, tras rodear por el este la solemne ciudad de Iruña. Ya dirección norte, el tráfico de vehículos era intenso, pero no el de camiones como en otras épocas, debido al cierre temporal, por obras, de los Túneles de Belate, lo que obligaba a esos colosos sobre ruedas a tener que esforzarse en superar el sinuoso y escarpado puerto, suponiendo una gran pérdida de tiempo y desgaste de frenos y embragues.

Justo antes de llegar a Ventas de Arraitz, giramos a la izquierda y se nos presentó ante nosotros la NA-4230, un mundo lleno de kilómetros sinuosos donde vegetación, ovejas, vacas y caballos se mezclaban con pueblos donde caseríos de gruesos muros de piedra, destinados a aislar a sus moradores del basto invierno, compiten en majestuosidad y tamaño. El desván de la casa más pequeña que hemos visto, es mucho más grande que el modesto piso de tres habitaciones en el que vivimos. 
Después de atravesar Iraitzoz, observamos a ambos lados de la vía, grandes rebaños de pacíficas Latxas, de cuerpo negro y blanca lana. Que me perdonen todas ellas, pero me recuerdan a muchos de los políticos existentes en mi país, níveos y brillantes por fuera, pero por dentro de alma más negra que el sobaco de un grillo durante una noche cerrada de luna nueva.
La Negra durante el transcurso del día se había estado comportando ágil y ofreciéndome una gran sensación de fiabilidad, dejando atrás cualquier recuerdo sobre su anterior enfermedad. Se había portado como una campeona, por lo que la premié con un pequeño descanso mientras mi pareja y yo disfrutábamos de sendos cafés con hielo en la amplia terraza de la sidrería Aitona, a la vez que, el astro de luz en el despejado cielo, nos acariciaba con sus rayos. 

Al otro lado de la carretera, el río Ultzama hacía de frontera con el bosque de Orgi, un gran robledal de ochenta hectáreas donde árboles centenarios observan a numerosos turistas, día tras día, seguir las numerosas sendas existentes adentrándose en la arboleda, tal que nervios en una hoja.
Seguimos nuestra ruta por la NA-411 dirección Latasa, atravesando Lizaso. En el siguiente pueblo, de nombre Auza, nos quedamos enamorados de la última casa que había en el margen derecho, justo a la altura de la señal que indica el fin de la población. Tanto su tamaño como diseño, con una terraza cubierta en el piso superior, hacía de ella la reina indiscutible de la zona. Nos hubiese gustado parar y haber obtenido una instantanea de semejante belleza, pero nos fue imposible debido a la inexistencia de arcén o de zona habilitada para tal fin. 
Continuamos tumbando curva tras curva; atravesamos pueblo tras pueblo; observamos rebaño tras rebaño, así hasta llegar a la NA-1300, donde giramos a la izquierda y, por la antigua carretera de San Sebastián, continuamos sentido decreciente paralelos a la ruidosa y  rebosante de vehículos AP-15. Unos metros después de cruzar el estrecho tunel de Plazaola, llegamos a Irurtzun, siguiendo a continuación por la N-240A hasta llegar a Berrioplano, donde, tras la barra de un bar, Peter alivió nuestra sed con sendas cañas con limón, mientras nos poníamos al día tras unas cuantas semanas sin vernos.
Después del refrescante repostaje, nos volvimos al subterráneo garaje de nuestro edificio, donde nos despedimos de la Negra, orgullosos de su comportamiento. Ya estaba curada. Volvía a ser ella!

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