Desde el mismo día que me compré a la Negra, uno de mis principales objetivos siempre fue el ir con ella a Pingüinos. Sin duda es la concentración motera invernal más importante de toda Europa. Este era el año, y tanto a Bea como a mi, se nos llenaba la boca con “Pingüinos por aquí, pingüinos por allá”, así que cuando pusieron las entradas a la venta, las compramos online y pedimos los días en el trabajo. “Va a ser maravilloso, lo vamos a pasar en grande”
Un mes antes empezamos con los preparativos. Lo primero: hotel, ya que no queríamos dormir en tienda de campaña al raso. Bastante frío he pasado en mi época de scout, como para repetirla. La previsión para esos días era de mínimas hasta los -6°C. Encontramos una habitación doble a muy buen precio en Palencia, ya que en Valladolid estaba casi todo lleno, y lo que estaba disponible, tenía unos precios desorbitados. Una vez reservada la habitación lo siguiente era prepararnos para soportar el frío. Guantes, verdugos, parches de calor, pantalones interiores de neopreno, camisetas interiores térmicas... y un sinfín de prendas preparadas para hacernos sobrevivir todo un invierno siberiano.
Nuestras consentidas también tuvieron su ración de chuches: sendas bolsas cubredepósito, para poder llevar más cosas a la concentración.
Llegó el gran día. Viernes 10 de enero. Bea terminó de trabajar a las 14h y tras llegar a casa, darse una ducha y. vestirse con más capas que una cebolla, arrancamos nuestras máquinas para que fuesen entrando en calor mientras las rellenábamos con nuestros enseres.
Iniciamos viaje por autovía ya que necesitábamos llegar lo antes posible y a poder ser, aprovechando las horas de sol. Nuestra primera parada tras varios kilómetros bajo la lluvia fue Vitoria. 8°C. Sendos cafés nos alegraron el cuerpo mientras nos apoyábamos en la barra del bar de un área de descanso. La gente nos miraba como extraterrestres. “Menudos zumbados” pensarían con razón.
Poco estuvimos allí y continuamos viaje. Cada minuto de luz, era un minuto que había que aprovechar. Y así hicimos hasta que Lorenzo se despidió de nosotros justo antes de llegar a Burgos. Hasta aquí, habíamos sufrido varios tramos lluviosos y la temperatura había bajado a 3°C. Estábamos resistiendo.bien el viaje, pero el frío ya se notaba en la punta de nuestros dedos, tanto de las manos como de los pies. Otro par de cafés en el Área Serrano de Buniel y algo de conversación con un simpático camarero, nos hizo entrar en calor durante un rato. Seguimos ruta y llegamos a través de la interminable A62, y con 0°C (ni frío ni calor) a nuestra habitación de Palencia. Buena habitación y buen baño, nuestro hogar hasta el domingo. Descargamos nuestras maletas, y las ordenamos ayudándonos de un buen armario empotrado, situado a los pies de nuestras camas.
El nerviosismo aumentaba. Queríamos llegar ya a Valladolid, y tras otra media hora de ruta, al fin llegamos a nuestro objetivo. Ya estábamos en Pingüinos. Olor a leña quemada por doquier. Hogueras y humo dibujaban el paisaje. Misión completada.
Aparcamos nuestras monturas en una zona de barro seco, y tras una larga cola, presentamos nuestras entradas acompañadas de sendas y enormes sonrisas a dos chicas de la organización, a cambio de dos bolsas blancas en las que se encontraba el “kit pingüinero”. Sin abrirlas fuimos a cenar junto con gente del grupo de Telegram “chicas moteras” del que forma parte mi media naranja. Lo mejor de la cena sin duda la comida. Hasta ahí puedo escribir del evento. Terminamos de cenar y volvimos a coger la moto para disfrutar de la “nochevieja pingüinera”. Entonces abrimos las bolsas, y cuál sería nuestra ingrata sorpresa, que en una había menos cosas que en la otra. Faltaba un bolígrafo, una pegatina y un par de folletos de publicidad (estos últimos nos daban igual). Lo que sí había era un par de pines, más pegatinas, más publicidad y lo más importante, una braga de cuello tubular para ayudar a superar el frío, una cartulina con diferentes cupones (desayunos, caldo pingüinero, almuerzos...) y una acreditación amarilla para poder acceder al recinto cerrado donde se celebraba el evento. “Mierda, culpa nuestra por no revisar las bolsas allí mismo”.
A las 00:00h íbamos a asistir a la nochevieja pingüinera, una especie de nochevieja donde se celebra la entrada del “Nuevo Año Motero”. Las famosas uvas se sustituyen por doce piñones (Pingüinos se hace en un pinar a las afueras de la capital Vallisoletana) y posteriormente se brinda con cava o champán en unas copas que, junto con los piñones, te dan a cambio de uno de los cupones de la cartulina anteriormente expuesta.
Hasta aquí todo correcto, o casi todo, pero cuando entregamos los cupones, nos dieron las copas de barro totalmente vacías, por lo que pregunté sobre los piñones. La respuesta por parte de uno de los designados en repartirlos fue arrogante y chulesca “No hay porque no quedan”. Me quedé con cara de idiota y me repitió “pues eso, que no quedan”. Si me pinchan, no sangro. “Coño, ¿y para qué cojones pago yo la inscripción? ¿Para que encima de no darme los piñones, me vacilen en mi puta cara?” me digo a mi mismo todo enfadado. Ya no tenía frío. El payaso ese me había calentado pero bien. Bea me preguntó qué me ocurría y se lo expliqué calmadamente. Más me cabreé al ver su tristeza reflejada en su rostro. “Vamos a asistir a las campanadas sin piñones. Cojonudo.”
Bea me quitó de las manos las copas de barro y me dijo, “Bueno, no te preocupes, voy a que me rellenen las copas de cava para brindar”. Algo es algo. Mientras tanto, me quedé pensativo en cómo era posible que no hubiese piñones. Al cabo de un rato, vuelve con cara de pocos amigos. Me dice que ha ido donde otro de la organización a que le llenase las copas, y que le había echado un chorro de nada en una de ellas, y al decirle que le echara en la otra copa, encontró por respuesta “reparte lo que te eché con la otra copa”. Buahhhhh qué cabreo. Qué mala ostia. Qué chulería se gastan por aquí.
Empiezan los cuartos. Bea y yo con cara de póker. Empiezan las campanadas. Bea y yo con cara de mala uva. Miro a mi alrededor y no somos los únicos sin piñones. Muchísima más gente con cara de querer asesinar a alguien. Terminan las campanadas, brindamos y nuestros labios se mojan en un liquido dulce. Sólo da para mojarlos. No pudimos saborearlo. Es el día de hoy que no sabemos si era cava o champán. “Qué puto desastre. Menuda mierda”, nos decimos. Nos volvimos a la habitación a dormir. “Mañana será un día mejor” Ilusos..
Amanece un nuevo y gélido día. 10am y temperatura de 2°C. Había helado durante la noche por lo que hubo que quitar un poco de hielo de los asientos.
Por lo menos Lorenzo estaba ahí iluminando el día. Un par de cafés acompañados de dos cruasanes fueron nuestros desayunos. Otra vez rumbo a Valladolid, esta vez al centro de la ciudad para ver el desfile de banderas. Al llegar nos fue sencillo aparcar, pero lo que no fue nada fácil, fue el poder ver el evento debido a la gran cantidad de gente y de motos que desfilaban y que intentaban estacionar en cualquier hueco. Al menos pudimos ver alguna que otra joya sobre ruedas.
Tocaba almorzar por lo que fuimos con el cupón en la mano a ello, y cual fue nuestra sorpresa que entre la comida y nosotros, nos separaban unas colas interminables de gente hambrienta. Las colas apenas avanzaban , exactamente todo lo contrario que nuestro hambre, por lo que decidimos irnos de allí y comer en algún bar. Al final aparecimos en la calle Zorrilla comiendo en el bar El Manantial a base de platos combinados y raciones. Eso sí, nos pusimos las botas a buen precio.
Sin dejar hacer la digestión volvimos al recinto para apuntarnos a la actividad que más ilusión le hacía a Bea: el desfile de antorchas. Iba a desfilar como mi paquete, con la antorcha en la mano, como forma simbólica de recordar a todos los moteros fallecidos. Ella es una persona muy sentimental, y participar en el desfile suponía para ella algo muy especial, casi mágico. A ello había venido. Junto con la nochevieja motera iban a ser los dos actos más importantes de toda la concentración. Lo cojonudo viene ahora: Nos acercamos a apuntarnos a la ventanilla de la organización y nos recibe un gran cartel en el que podía leerse “NO QUEDAN ANTORCHAS”. La cara de Bea se desfigura completamente. Se pone roja de ira. Si en esos momentos le hubiese dado un cigarrillo, lo hubiese prendido sin necesidad de fuego. Me mira y automáticamente sé lo que me va a decir. Ya no aguanta más pitorreos. Está harta. Ha pagado y está pasando frío para nada. Decepción máxima. Decidimos irnos, no sin antes tomarnos una caña, pasarnos por los stands y así llevarnos un par de recuerdos, con los que decir que hemos venido, además de alguna foto.
Bea se compró un gorro con la cabeza de un pingüino y yo una pulsera. Participamos en un evento de GIVI en el que nos regalaron algo de merchandising y nos retiramos poniendo rumbo al calor de nuestra habitación. No nos quedamos ni al concierto y eso que tocaba ni más ni menos que Mago de Oz. ¡Al carajo el mago, Dorothy y todo el mundo de Oz!
Durante el viaje de regreso a Palencia, me comenta Bea que empieza a encontrarse mal, helada. Al llegar a la habitación empieza a tiritar sin parar. Parece que también tiene algo de fiebre. Definitivamente ha cogido una hipotermia. Tras tratarla a base de duchas de agua casi hirviendo y arroparla con un par de buenas mantas, consigue volver a entrar en calor. Él Ibuprofeno también ayuda. Una vez recuperada, o casi, nos quedamos dormidos como dos niños pequeños tras un día intenso.
Amanece el domingo. El hora de regresar. -4°C en el termómetro. Niebla por doquier. El pesimismo impera desde el día anterior pero intentamos hacer jolgorios a base de quitar la capa de hielo que vestían nuestras motos.
Cargamos nuestras cosas, desayunamos y ponemos rumbo a Pamplona. Como podéis imaginar, al circular con esa temperatura, la niebla no era tal, sino hielo en suspensión, que fue rápidamente pegándose a nuestras motos, a nuestra ropa y a nuestros cascos, obligándonos a parar en repetidas ocasiones, no sólo para entrar en calor, sino para poder retirar las capas de hielo pegadas a las pantallas de los cascos y así poder ver la carretera.
Varias paradas y más de 250km después, estábamos en casa. Habíamos superado Pingüinos. Una experiencia para olvidar. Nos sentamos en la comodidad que proporciona el sofá de nuestro salón. La TV habla de que este año Pingüinos fue todo un éxito. Casi 34000 inscritos. Bea y yo nos miramos con caras cómplices. “A la mierda Pingüinos” me dice. Yo asiento con la cabeza.